La pregunta “cómo estás” es difícil de responder sinceramente, sin caer en el modo automático. Pero hay una pregunta aún más difícil de responder: ¿Sos feliz?
Muchas veces tenemos ideas muy concretas acerca de lo que es la felicidad.
Pensamos que la felicidad vendrá teniendo una familia, o con cierto estatus económico y social. Con determinados trabajos o bienes materiales. Otras veces estamos seguros de que la felicidad sería posible si recuperáramos la relación con cierta persona. Si no estuviésemos esperando saber un diagnóstico; si no tuviésemos este diagnóstico. Si nuestro pasado fuera otro, o nuestra perspectiva de futuro distinta. Si pudiésemos viajar más. Si el trabajo no implicara viajar tantas veces al año. Si pudiésemos irnos del país. Si pudiésemos volver a nuestro país. Si no tuviéramos ese dolor. Si tuviéramos más amigos. Si nuestro cuerpo fuera otro. Si nuestra edad fuera otra.
La lista es larga, y se actualiza permanentemente. Porque las condiciones que le ponemos a nuestra felicidad suelen ser externas, y cambiantes. Y suelen estar totalmente fuera de nuestro control.
Es posible, claro, que durante algún tiempo obtengamos eso que creíamos era lo que necesitábamos para ser felices. Entonces pueden pasar dos cosas: que realmente nos sintamos felices, o que descubramos que en realidad eso no era lo que buscábamos.
Pero incluso en el primer caso, olvidamos que entonces nuestra felicidad ahora pende realmente de un hilo: ¿cuánto tardará esa nueva condición en desvanecerse? Los objetos se rompen. Los trabajos terminan. Las personas cambian. Uno mismo cambia. Para que aquello que hoy nos hace felices se mantenga en el tiempo se conjugan muchos factores que tarde o temprano terminarán separándose, y la desaparición de esas condiciones será probablemente un motivo de desdicha para nosotros.
Por eso el budismo propone que, para lograr una verdadera felicidad, la clave no está en el exterior ─en obtener algo, en alcanzar un objetivo, en estar en un determinado lugar─, sino en el cultivo de ciertas cualidades de la mente como la compasión, el desapego y la ecuanimidad.
Esto no significa dejar de hacer cosas, de proponerse metas, o de comprar lo que necesitamos para vivir. No quiere decir que tengamos que aceptar un trabajo que no nos gusta, o vivir con una persona que nos hace mal. Significa, sí, entender que nuestro bienestar no depende realmente de esas cosas y situaciones, sino de la manera en que nuestra propia mente reacciona ante ellas.
La felicidad no tiene que ver con estar siempre en unas condiciones ideales. Es mucho más simple, y está mucho más cerca: solo necesitamos tomar el control y trabajar en aquellas cualidades internas que nos pueden hacer disfrutar desde un lado más sabio todo lo que nos gusta, sin quitarnos la paz cuando cambia o desaparece. En otras palabras, se trata de aprender a vivir en la impermanencia de todo lo que nos rodea a través de una mente despierta.
Nadie nunca tiene todo resuelto. Nadie nunca vive sin atravesar tristezas o dificultades. Pero aunque el dolor sea inevitable, hay una gran cuota de sufrimiento que es opcional. Si no dejamos que esa cuota crezca y nos atropelle, y si cultivamos las cualidades que nuestra mente necesita para dejar de reaccionar y buscar afuera las fuentes de nuestro bienestar, entonces estaremos mucho más cerca de la calma serena y profunda que los grandes maestros entienden por felicidad.
Una felicidad que no es una ficción. Una felicidad no basada en el éxtasis. Una felicidad que no es contingente, ni se esfuma ante el primer signo de problemas.
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