Matthieu Ricard es un monje budista de origen francés, discípulo del maestro tibetano Kangyur Rinpoche. Es autor de varias obras sobre la filosofía budista y la práctica de la meditación, y un reconocido defensor de los derechos de los animales.

En el texto que sigue, extraído de su obra En defensa de los animales, Matthieu explica cómo la invisibilización de la tortura sirve para sostener el consumo humano de carne animal.


Sin duda haría falta mucho tiempo, energía y recursos para poner fin a las diversas formas de violencia, abuso y discriminaciones que siguen afectando a nuestros semejantes. Pero en la actualidad, dichas prácticas son cada vez claramente desaprobadas y consideradas inaceptables.

Los maltratos con respecto a los animales siguen, en su mayor parte, siendo ignorados, tolerados e incluso aprobados. ¿Por qué ignorados? Porque la aplastante mayoría de esos maltratos se infligen a los animales lejos de las miradas, en las empresas de producción industrial y los mataderos. Y la industria agroalimentaria ejerce una censura tácita pero hermética, asegurándose de que ninguna imagen chocante sale de sus recintos de tortura. En la actualidad, en los países ricos, los animales que vemos no son los que comemos. Un estudio, realizado en Estados Unidos, ha revelado que en el medio urbano, la mayoría de los niños de cinco años no sabían de dónde procedía la carne que consumían. A la pregunta: «¿Comes animales?», la mayoría respondía: «¡No!», enfáticamente, como si la idea les chocase. De hecho, los niños casi siempre sienten una simpatía natural por los animales y son muy afectuosos con los que frecuentan.

Tolstoi y toda su familia fueron vegetarianos estrictos. Su hija cuenta que una tía carnívora, invitada a comer, había avisado que ella tenía que comer carne. Al llegar a la mesa se encontró un pollo vivo atado a su silla ¡con un cuchillo afilado junto a su plato! Se ha demostrado que la mayoría de los humanos experimentan una profunda repugnancia a matar a uno de sus semejantes. Pero matar a un animal también es un acto perturbador. Para evitar la aversión que podría sentir el consumidor representándose al animal vivo y luego todos los sufrimientos por los que pasa antes de alcanzar su plato, la carne de los animales se presenta como un producto manufacturado, de manera que el consumidor ya no establece el vínculo entre la comida y el ser que ha perdido la vida para proporcionársela. Es lo que ya señalara Paul Claudel en 1947:

En mi juventud, las calles estaban llenas de caballos y pájaros. Ahora han desaparecido. El habitante de las grandes ciudades solo ve a los animales bajo el aspecto de la carne muerta que le vende el carnicero. […] Ahora, una vaca es un laboratorio vivo. […] La gallina trotamundos y aventurera ha sido encarcelada y cebada científicamente. Su puesta es una cuestión matemática. […] No hay más que máquinas útiles, almacenes andantes de materia prima…

Muchos niños no acaban de acostumbrarse a comer carne más que ante la insistencia de sus padres. A ello se añaden los esfuerzos deliberados de la industria acerca de engañar al público sobre la naturaleza de las granjas modernas, corriendo así un tupido velo entre ellos y la realidad. En los libros de imágenes y los dibujos animados sobre los animales de granja, se les ve retozar felices y vivir tiernamente con sus pequeños en lugares espaciosos donde la vida parece grata.

Si no lo veo no lo creo, o cómo mantener la cuestión a distancia

Con muy raras excepciones (como la del documental L’adieu au steak [Adiós al bistec], por ejemplo, difundido por Arte), nunca se muestra en la televisión lo que sucede a diario en esos sitios. Notables documentales, como Earthlings, Food Inc. y LoveMEATender, realizados con grandes dificultades, no han sido nunca emitidos por las cadenas públicas. Cada vez que Shaun Monson, el director de Earthlings, ha tratado de ponerse en contacto con alguna cadena pública para emitir su película, se le ha respondido que sus imágenes podían afectar a los niños y a espectadores sensibles. En 2009, PETA, la más importante organización mundial que milita para disminuir el maltrato animal, estuvo dispuesta a pagar dos millones de dólares (el precio de un minuto de publicidad el día de Acción de Gracias, durante la final del campeonato de fútbol americano) en la cadena estadounidense NBC para emitir un anuncio relativamente anodino que mostraba una familia a punto de comerse el pavo tradicional. Durante el anuncio, cuando uno de los padres pedía a la hija pequeña que bendijese la mesa, la niña contaba el destino cruel que había padecido el pavo hasta que lo mataron. Las únicas imágenes eran las de la familia a la mesa. La cadena se negó a emitirlo.

No es que a los medios y a la televisión les repugne mostrar imágenes susceptibles de sacudir a las almas sensibles. Emiten continuamente imágenes de guerra, de atentados y de catástrofes naturales con el objeto de informar y, en ciertos casos, de despertar nuestra compasión e incitarnos a ayudar a las víctimas. En cuanto a las películas de terror, están desaconsejadas para la infancia, aunque no obstante la televisión las emite a lo largo de todo el año, sin que eso parezca afectar a la conciencia de los programadores.

En los países ricos, a excepción de en el campo, entre los pequeños criadores, cazadores y pescadores que están en contacto con la naturaleza, el destino de aquellos que nos comemos se disimula con muchas precauciones. Todo está montado para mantener al consumidor en la inopia. La industria agroalimentaria se aprovecha de que nos gusta consumir carne, siempre más y lo menos cara posible. El juego de la oferta y la demanda asegura pues sólidos beneficios al conjunto del sector.

Los industriales concernidos afirman no tener ninguna razón para avergonzarse de sus actividades. Pero si tuvieran el espíritu en paz, ¿por qué entonces tantos esfuerzos por disimularlas? Saben perfectamente bien que la demanda de los consumidores descendería de manera espectacular si estos tuviesen oportunidad de ver lo que ocurre en los centros de cría intensiva y en los mataderos.

No es pues sorprendente que los responsables de esas empresas prohíban de manera sistemática el acceso a sus instalaciones a los periodistas y a otras personas que quieren visitarlas, y se ocupen de que sus fábricas estén vigiladas como campamentos militares, con mucha seguridad. Como señala Aymeric Caron: «¿Hemos visto alguna vez que un colegio organice una salida pedagógica a un matadero? Jamás. ¿Por qué? ¿Cuál es el origen de ese pudor que nos empuja a ocultar a los niños el destino que reservamos a los animales? ¿Serían un degüello, una electrocución, un destripamiento, escenas obscenas para unos ojos inocentes? La respuesta es que sí». Resumiendo, reflexionamos poco en esas cuestiones, pues no hemos tenido la ocasión de hacernos conscientes de su gravedad. Según la filósofa Élisabeth de Fontenay:

La amnesia fundamental de la realidad, que trata acerca de nuestras prácticas ordinarias y la crueldad cotidiana, tiene un nombre bien sencillo: indiferencia. No somos sanguinarios ni sádicos, somos indiferentes, pasivos, apáticos, insensibles, despreocupados, refractarios, vagamente cómplices, llenos de buena conciencia humanista merced a la colusión implacable de la cultura monoteísta, de la tecnociencia y los imperativos económicos. Una vez más, el hecho de que saber lo que los demás hacen por nosotros, de no estar informados, lejos de constituir una excusa, representa una circunstancia agravante para los seres dotados de conciencia, de rememoración, de imaginación y de responsabilidad que con razón pretendemos ser.

En el caso de la experimentación animal, las instalaciones están dispuestas de manera que el público no ve a los animales vivos que entran ni a los muertos que salen. Peter Singer cuenta que, en Estados Unidos, una guía sobre el uso de animales en la experimentación aconseja a los laboratorios instalar un incinerador, pues la visión de decenas de cadáveres de animales tratados como basura ordinaria «no hace que aumente, desde luego, la estima del público por el centro de investigación».

¿Y si hubiera llegado la hora de considerar los animales no ya como seres inferiores sino como nuestros “conciudadanos” planetarios? Vivimos en un mundo interdependiente en el que la suerte de cada ser vivo está íntimamente ligada a la de los otros. Este clarificador ensayo es una invitación a expandir la benevolencia al conjunto de los seres vivos.


Mariela Herrero

Licenciada en Psicología (UNED, Barcelona). Instructora de meditación. Facilitadora de Barras de Access.

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