Cuando era adolescente, leí El caballero de la armadura oxidada, de Robert Fisher. En aquel momento, me pareció una tontería. No logré conectar con el mensaje; me parecía algo infantil. Años después, volví a leerlo por recomendación de mi pareja, esta vez como una lectura compartida con mi hijo. Ahí me encantó.
La tercera vez que lo leí fue como parte de mi formación en coaching ontológico profesional. En esta ocasión, el mensaje me resonó en lo más profundo. Al recordar esa primera lectura en la adolescencia, entendí por qué en ese momento me había parecido absurda: en ese entonces no tenía tanta valentía para cuestionarme, para reconocer que también llevaba una armadura (seguramente diferente que la actual), y mucho menos a explorar lo que había debajo.
Descubrí que mi propia “armadura” estaba relacionada con el “ser zen” y con las expectativas, tanto de los demás como de mí misma. Esa imagen de estabilidad y calma que algunas personas expresan ver, a veces se convierte en una “armadura” que, si bien puede dar sensación de protección, también me limita. Entonces, me pregunté, ¿de qué me protege? Y descubrí que, en el fondo, me protegía tanto de mi propia vulnerabilidad como de afrontar las dificultades incómodas que prefería evitar. No se trata de que esté simulando: la calma, el equilibrio y el ser consciente son cualidades que admiro profundamente, que trabajo día a día y que considero beneficiosas. Pero, como todos, no siempre estoy en equilibrio. Reconocer y ver lo que no está en armonía dentro de mí es, precisamente, la única forma de seguir transformándome.
Nos hacemos muchas ideas de cómo “deberíamos ser”: cómo es una persona que medita, cómo es un yogui, cómo es un médico, cómo es un abogado, una buena hija, cómo es alguien que se dedica al mindfulness. Estas etiquetas y expectativas se convierten en partes de nuestra armadura, moldeando nuestra identidad y, en ocasiones, alejándonos de lo que realmente somos. Y no siempre es fácil darnos cuenta de ello, porque estas capas se construyen con el tiempo y, también, suelen estar ligadas a lo que creemos que los demás esperan de nosotros.
Thich Nhat Hanh, el maestro zen, hablaba de la “meditación en acción”, y este concepto me resulta esencial. Meditar no es solo un acto pasivo de estar en silencio o en paz; es también una invitación a crear la vida que queremos, a actuar desde un lugar auténtico y consciente. Una meditación profunda, sincera y comprometida es una verdadera acción que nos impulsa hacia el cambio y la construcción de una vida más alineada con nuestros valores.
Observarnos y reconocer esas “armaduras” es fundamental. Solo cuando tenemos el valor de explorar lo que hay debajo, comenzamos a vivir y expresarnos sin las limitaciones que nos autoimponemos. Este proceso de transformación requiere valentía y, en muchos casos, apoyo. Por eso, recomiendo hacer este trabajo de introspección con ayuda profesional si sentimos que no podemos solos. Pedir ayuda no es una debilidad, sino una muestra de compromiso con nosotros mismos.
Finalmente, es importante recordar que no existe una meta final en este trabajo; nunca llegamos a un punto en el que “entendemos todo”. El objetivo es el camino mismo, y en ese recorrido cada aprendizaje cuenta. Todos estamos en el mismo viaje, con sus altos y bajos, y al final, el destino es el mismo para todos. Así que, mientras recorremos este sendero, tratemos de vivirlo con autenticidad, gratitud y apertura.
1 Comentario
Guillermo · 8 noviembre, 2024 en 5:26 pm
Increíblemente genial, gracias por haber escrito de manera tan exacta lo que pienso y siento!!!!!