Hay momentos en los que sentimos que el otro nos hizo enojar, como si tuviera el control remoto de nuestras emociones. Pero ¿y si el botón ya lo teníamos puesto nosotros? En el texto de Thubten Chodron que compartimos a continuación, se muestra con claridad una verdad incómoda: lo que nos toca o nos duele, muchas veces tiene más que ver con nuestras propias sensibilidades que con la intención del otro.
Comparto esta lectura porque es una invitación a hacernos cargo. A identificar esos botones que nos detonan y a explorar desde dónde se activan: la necesidad de aprobación, el apego al control, la búsqueda de validación…
No se trata de negar lo que sentimos, sino de comprenderlo para dejar de vivir a merced del entorno. Un camino más libre, menos reactivo. Más nuestro.
Cada uno de nosotros tiene “botones”, áreas en las que somos sensibles. Cuando nuestros botones son oprimidos perdemos los estribos y culpamos a la otra persona por habernos hecho enojar. Pero estar enojados es un proceso de surgimiento dependiente. Nosotros contribuimos con nuestros botones y la otra persona contribuye presionándolos. Si no los tuviéramos, los demás no podían activarlos.
Nuestros botones son responsabilidad nuestra. Mientras los tengamos, alguien los presionará, sobre todo porque son grandes, rojos y parpadean. Nuestros botones son tan sensibles que, aun cuando la persona simplemente pase por ahí, la brisa de su paso disparará el detector de nuestro botón y la alarma sonará. “¡Esa persona me está ofendiendo (dañando, criticando, decepcionando, manipulando, engañando, etc.)!” Aunque muchas veces las personas no tienen la intención de dañarnos, nuestros botones se activan simplemente porque son muy sensibles.
Por ejemplo, Helen se enorgullecía de ser una buena madre. Amaba tiernamente a su hija, era escrupulosa con su seguridad y procuraba que tuviera muchas oportunidades de aprender. Como el jardín de niños que estaba a unas cuantas cuadras, en ocasiones pedía a sus amigas que recogieran a su hija cuando pasaban por ahí. A Helen no le preocupaba si las amigas no tenían un asiento para niños en el coche pues el viaje era muy corto. Un día en que su amiga Carleen pasó a visitarla, Helen le pidió que de paso recogiera a su hija. Carleen dijo: “No puedo porque no tengo asiento para niños en mi auto. Nosotras las mamás debemos estar informadas y una madre informada sabe que una pequeña nunca debe viajar en carro sin su asiento”.
Helen interpretó las palabras “madre informada” como “buena madre” y se ofendió por la insinuación de Carleen. Siguió rumiando durante varios días hasta que se dio cuenta de que su estado de ánimo se debía a su hipersensibilidad. Pensó: ”Carleen y yo tenemos opiniones diferentes, y eso está bien. No todo el mundo debe tener necesariamente las mismas ideas acerca de los asientos para niños. Me considero informada y mi decisión es razonable. Sé que cuido adecuadamente a mi hija. No hay necesidad de tomar la observación de Carleen de manera personal, pensando que una mera diferencia de opiniones significa que yo sea una madre descuidada”. Entonces soltó su resentimiento y recuperó su confianza.
Debemos buscar en nuestro interior y preguntarnos cuáles son nuestros botones y por qué somos tan sensibles en esas áreas en particular. Por lo general, nuestra sensibilidad tiene que ver con el apego. En el ejemplo anterior, Helen tenía apego a la aprobación. Si somos capaces de identificar nuestros apegos y luego reducirlos, nuestros botones se encogen. Entonces, aunque alguien quisiera presionarlos, le costará más trabajo. Los seres espiritualmente realizados no tienen botones que podamos oprimir, por lo que, sin importar cómo los tratan los demás, ellos no se enojan.
Podemos pensar que si alguien nos insulta deliberadamente es correcto enojarnos. Sin embargo, este pensamiento es ilógico; estaremos entregando nuestro poder a la otra persona, y entonces su intención, la cual no podemos controlar, estaría controlando nuestra felicidad y nuestro sufrimiento. Ya sea que la otra persona nos desee mal o no, siempre podemos elegir si nos ofendemos. Entre menos apegados estemos, por ejemplo, a la alabanza o la reputación, menos ofendidos nos sentiremos, porque nuestra mente no interpretará las situaciones como ataques personales.
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