Compartimos un relato de El libro tibetano de la vida y de la muerte, por Sogyal Rimpoché.
Me gusta mucho un antiguo relato tibetano que lleva por título “El padre de Tan conocido como la luna“.
Un hombre muy pobre, después de mucho trabajar, consiguió acumular un saco entero de grano. Se sentía muy orgulloso de sí mismo, y cuando llegó a casa cogió una cuerda y colgó el saco de una viga para que estuviera a salvo de ratas y ladrones. Una vez allí colgado, se dispuso a dormir justo debajo para mayor seguridad. Mientras yacía acostado, su mente empezó a divagar: “Si consigo vender este grano en pequeñas cantidades, obtendré el mayor beneficio posible. Así podré comprar más grano y repetir el negocio, hacerme rico muy pronto y convertirme en alguien importante dentro de la comunidad. Muchas chicas se fijarán en mí. Me casaré con una mujer hermosa y muy pronto tendremos un hijo. Evidentemente será niño, pero… ¿cómo podríamos llamarlo?” Al pasear su mirada por el cuarto, divisó a través de un ventanuco cómo ascendía la luna.
“¡Qué signo más auspicioso!”, pensó. “Ése sí que es un buen nombre. Lo llamaré Tan conocido como la luna”. Ahora bien, mientras él se dejaba llevar por sus fantasías, una rata logró trepar hasta el saco de grano y royó la cuerda que lo sostenía. En el preciso instante en que brotaban de sus labios las palabras “Tan conocido como la luna”, el saco cayó del techo y lo mató al instante. “Tan conocido como la luna”, lógicamente, nunca llegó a nacer.
¿Cuántos de nosotros, a semejanza del protagonista de este relato, nos dejamos arrastrar por lo que yo denomino una “pereza activa”? Naturalmente, existen diversas clases de pereza: está la pereza estilo oriental y la pereza tipo occidental. La pereza al estilo oriental se practica a la perfección en India. Consiste en pasarse el día holgazaneando al sol, sin hacer nada, evitando toda clase de trabajo o actividad útil, bebiendo mucho té, escuchando por la radio música de películas indias a todo volumen y charlando con los amigos. La pereza al estilo occidental es muy distinta. Consiste en abarrotar nuestra vida de actividades compulsivas para no disponer de tiempo alguno para abordar todo aquello que importa realmente.
Si examinamos nuestra vida veremos claramente cuántas tareas sin importancia, a las que llamamos “responsabilidades”, se acumulan para llenarla. Un maestro lo compara con “hacer la limpieza de la casa en sueños”. Nos decimos que queremos dedicar tiempo a las cosas importantes de la vida, pero nunca tenemos tiempo. El mero hecho de levantarnos por la mañana supone una multitud de tareas: abrir la ventana, hacer la cama, ducharse, cepillarse los dientes, dar de comer al perro o al gato, fregar los platos de la noche anterior, descubrir que te has quedado sin azúcar o café, salir a comprarlo, preparar el desayuno… es una lista interminable. Luego hay que buscar la ropa, elegirla, plancharla, volver a doblarla. ¿Y el cabello? ¿Y el maquillaje? Desvalidos, vemos cómo se nos llenan los días de llamadas telefónicas y proyectos triviales, de responsabilidades y responsabilidades… aunque ¿no deberíamos llamarlas irresponsabilidades?
Parece que es nuestra vida la que vive por nosotros, la que posee su propia extraña dinámica y nos arrastra sin control. A fin de cuentas, nos parece que no tenemos elección ni dominio sobre ella. Naturalmente, esto a veces nos hace sentir mal, tenemos pesadillas y despertamos sudorosos, preguntándonos: ¿qué estoy haciendo con mi vida? Pero nuestros temores solo duran hasta la hora del desayuno; aparece el maletín y volvemos a estar donde empezamos.
Esto me recuerda lo que el santo hindú Ramakrishna le dijo a uno de sus discípulos: ¡si dedicaras a la práctica espiritual una décima parte del tiempo que dedicas a distracciones tales como ir detrás de las mujeres o hacer dinero, obtendrías la iluminación en pocos años! A principios del siglo XX vivió un maestro tibetano llamado Mipham. Era una especie de Leonardo da Vinci del Himalaya y de él se cuenta que inventó un reloj, un cañón y un aeroplano. Pero en cuanto daba por terminado un invento, lo destruía, arguyendo que no sería más que una nueva fuente de distracción.
El término tibetano para designar el “cuerpo” es Lü, que significa “lo que dejamos tras nosotros”, al igual que un equipaje. Cada vez que pronunciamos la palabra “Lü” recordamos que sólo somos viajeros que han encontrado un refugio temporal en esta vida y en este cuerpo. Así, en Tibet la gente no malgastaba todo su tiempo intentando hacer más cómodas sus condiciones materiales. Se daba por satisfecha si tenía lo suficiente para comer, algo de ropa para vestirse y un techo sobre su cabeza. Lo que hacemos nosotros, tratar de mejorar obsesivamente nuestras condiciones, puede convertirse en un fin por sí mismo y en una distracción vana. ¿a quién que estuviera en su sano juicio se le ocurriría cambiar maniaticamente la decoración de su habitación de hotel cada vez que se alojara en uno? Me gusta mucho el siguiente consejo de Patrul Rimpoché:
Ten presente el ejemplo de una vaca vieja,
que se da por satisfecha durmiendo en un cobertizo.
Tienes que comer, dormir y cagar
eso es inevitable,
lo demás no es asunto tuyo.
A veces pienso que el mayor logro de la cultura moderna es su brillante manera de vender las bondades del samsara y sus distracciones estériles. La sociedad moderna me parece una celebración de todas aquellas cosas que nos alejan de la verdad, que hacen difícil vivir para la verdad y que inducen a la gente a dudar incluso de su existencia. Y pensar que todo esto surge de una civilización que dice adorar la vida, pero en realidad la priva de todo sentido real; que habla sin cesar de “hacer feliz” a la gente, pero que de hecho le cierra el paso a la fuente de auténtica alegría.
Este samsara moderno cultiva y favorece en nosotros una ansiedad y una depresión de la que se alimenta a su vez, las fomenta cuidadosamente a través de la maquinaria de consumo que necesita cultivar nuestra avidez con el fin de perpetuarse. El samsara es extremadamente organizado, hábil y sofisticado; nos asalta por todos lados con su propaganda y crea alrededor de nosotros un entorno de adicción casi inexpugnable. Cuanto más intentamos escapar, más parece que caemos en las trampas que con tanto ingenio nos tiende. Tal como decía el maestro tibetano, del siglo XVIII Jikmé Lingpa: “hipnotizados por la enorme variedad de percepciones, los seres vagan perdidos sin fin en el círculo vicioso del samsara”.
Así, obsesionados por falsas esperanzas, sueños y ambiciones que prometen felicidad y sólo conducen a la desdicha, somos como personas que se arrastran por un desierto sin fin, muertas de sed. Y todo lo que este samsara nos ofrece para beber es un vaso de agua salada que vuelve nuestra sed aún más intensa.
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