Compartimos un fragmento del libro Cuando todo se derrumba, por Pema Chödrön.


Hablando en general, cualquier tipo de incomodidad nos suele parecer una mala noticia. Pero para los practicantes del camino o guerreros espirituales -la gente que tiene cierto hambre de conocer la verdad- los sentimientos como la decepción, la vergüenza, la irritación, el resentimiento, la ira, los celos y el miedo, en lugar de ser una mala noticia son en realidad momentos de gran claridad que nos enseñan dónde estamos pillados. Nos enseñan a erguirnos y seguir adelante cuando preferiríamos colapsar y retirarnos. Son como mensajeros que nos muestran, con una claridad terrorífica, el lugar exacto donde estamos atascados. Este mismo momento es el profesor perfecto y, por fortuna, está con nosotros allí donde estemos.

Podemos considerar que los sucesos y las personas que activan los asuntos irresueltos de nuestra vida son una buena nueva. No tenemos que ir en busca de nada, no tenemos que tratar de crear situaciones para llegar al límite; ya ocurren por sí mismas con la regularidad propia de un mecanismo de relojería.

Cada día se nos dan muchas oportunidades de abrirnos o de cerrarnos. La oportunidad más preciosa se presenta cuando llegamos a ese lugar donde pensamos que no podemos con lo que está pasando, que es demasiado, que las cosas han ido demasiado lejos. Nos sentimos mal con nosotros mismos pero no tenemos forma de manipular la situación para preservar nuestra autoimagen; por mucho que lo intentemos, simplemente no funciona. Básicamente, lo que ha ocurrido es que la vida nos tiene clavados.

Es como si te miraras al espejo y vieras un gorila. El espejo está delante de ti, te miras a ti mismo y lo que ves tiene un aspecto horrible. Tratas de mirarte desde otro ángulo para cambiar de aspecto, pero hagas lo que hagas sigues pareciendo un gorila. A eso se le llama estar clavado por la vida a ese lugar en el que no tienes otra elección que aceptar lo que está pasando o retirarte.

La mayoría de nosotros no solemos considerar que estas situaciones tienen algo que enseñarnos; las odiamos automáticamente y huimos de ellas como locos, empleando todo tipo de vías de escape: todas las adicciones surgen de ese momento en el que llegamos al límite y no podemos soportarlo. Sentimos que tenemos que suavizarlo, acolcharlo de alguna manera, y nos hacemos adictos a cualquier cosa que parezca aliviar nuestro dolor. De hecho, el materialismo rampante que vemos en el mundo es producto de esos momentos. Soñamos con muchas formas de distraernos de este momento, de suavizar la dureza de su filo, de amortiguarlo para no sentir el pleno impacto del dolor que sentimos cuando no podemos manipular la situación para mantener nuestra mejor apariencia.

La meditación es una invitación a notar el momento en el que llegamos al límite y a no dejarnos arrastrar por la esperanza o por el miedo. A través de la meditación podemos ver con claridad lo que está ocurriendo con nuestros pensamientos y emociones, y también podemos dejarlos ir. Lo bueno de la meditación es que, aunque nos cerremos, ya no podemos cerrarnos de manera ignorante, porque vemos claramente que lo estamos haciendo y este mismo hecho empieza a iluminar la oscuridad de la ignorancia. Podemos ver cómo corremos, nos ocultamos y nos mantenemos ocupados para no tener que dejar que nos penetren el corazón. Por otra parte, la meditación también nos permite encontrarla forma de abrirnos y relajarnos.

Básicamente, la decepción, la vergüenza y todos los demás espacios emocionales donde no podemos sentirnos bien son una especie de muerte. Hemos perdido completamente nuestra base, el lugar al que aferrarnos; somos incapaces de mantenerlo en su sitio y de sentirnos por encima de las cosas. En lugar de darnos cuenta de que la muerte es necesaria para que exista el nacimiento, nos limitamos a luchar contra el miedo a la muerte.

Llegar a los propios límites no es ningún castigo. En realidad, sentir miedo y temblores cuando estamos cerca de la muerte es una señal de salud. Otra señal de salud es no quedarnos deshechos por el miedo y el temblor, sino tomarlos como un mensaje de que ya es hora de cesar la lucha y de mirar directamente a lo que nos está amenazando. Ciertas emociones, como la decepción y la ansiedad, nos avisan de que estamos a punto de entrar en territorio desconocido.

Para algunos de nosotros, nuestro propio armario ropero puede ser un territorio desconocido, mientras que para otros lo será el espacio exterior. Las cosas que a mí me dan miedo y esperanza serán diferentes de las que producen eso a ti. Mi tía llega a su límite personal cuando muevo una lámpara de su salón; mi amiga lo pierde completamente cuando tiene que trasladarse a un nuevo apartamento; mi vecino tiene miedo a las alturas.

Realmente no importa mucho lo que nos haga llegar al límite, la cuestión es que antes o después es algo que nos ocurre a todos.

La primera vez que me encontré con Trungpa Rinpoche estaba con una clase de cuarto grado y los niños le plantearon muchas preguntas sobre su infancia y adolescencia en Tíbet y su huida de la China comunista a India. Un niño le preguntó si había pasado miedo. Rinpoche contestó que su profesor le había animado a ir a lugares que le daban miedo, como los cementerios, y le había propuesto experimentar con cosas  desagradables.

Después contó una historia sobre un viaje que hizo con sus ayudantes a un monasterio en el que no había estado nunca anteriormente. Cuando se fueron acercando, distinguieron junto a las puertas a un gran perro guardián de enormes dientes que tenía los ojos rojos. Aullaba ferozmente y luchaba por soltarse de la cadena que lo sujetaba. El perro parecía estar desesperado por atacarles. Cuando Rinpoche se acercó un poco más, pudo distinguir su lengua azulada y las babas que le caían de la boca. Caminaron a su lado manteniendo la distancia y entraron por la puerta. De repente, la cadena se rompió y el perro corrió hacia ellos. Los ayudantes gritaron y se quedaron congelados de terror. Rinpoche se dio la vuelta y corrió todo lo rápido que pudo, ¡directamente hacia el perro! El perro se quedó tan sorprendido que puso el rabo entre las piernas y se alejó.

Podemos toparnos con un perro de lanas o con un furioso perro guardián, pero lo interesante es: ¿qué ocurre a continuación?

El camino espiritual implica ir más allá de la esperanza y del miedo, entrar en territorio desconocido, avanzar continuamente. El aspecto más importante del camino espiritual puede ser simplemente seguir moviéndose. Generalmente, cuando llegamos a nuestro límite nos sentimos exactamente como los ayudantes de Rinpoche y nos quedamos congelados de miedo. Nuestros cuerpos se quedan congelados y nuestras mentes también.

¿Qué hacemos con la mente cuando nos encontramos con nuestro rival? En lugar de quejarnos o rechazar la experiencia, podemos dejar que la energía de la emoción, la calidad de lo que estamos sintiendo, nos atraviese el corazón. Esto es más fácil de decir que de hacer, pero es una manera noble de vivir. Se trata, en definitiva, del camino de la compasión, el camino de cultivar la valentía y la bondad de corazón.

En las enseñanzas budistas oímos hablar del estado de ausencia de ego. Es algo que parece muy difícil de entender: ¿de qué estarán hablando? Sin embargo, cuando las enseñanzas hablan de neurosis, nos sentimos en casa, es algo que podemos entender perfectamente. ¿Pero la ausencia de ego? Cuando llegamos a nuestro límite, si aspiramos a conocer ese lugar plenamente es decir, si aspiramos a no ceder ni reprimir una dureza se disolverá en nosotros. La fuerza misma de aquello que haya surgido la energía de la ira, la energía de la decepción, la energía del miedo nos suavizará. Cuando la energía no está solidificada en una dirección u otra, nos traspasa el corazón y nos abre. Ahí es donde descubrimos la ausencia de ego: cuando todos nuestros esquemas se caen a pedazos. En vez de ser un obstáculo o castigo, llegar al límite es como encontrar el pasadizo hacia la salud y la bondad incondicional de la humanidad.

El lugar más seguro y protegido para empezar a trabajar en este sentido es durante la meditación formal. Sentados en meditación empezamos a vislumbrar las claves de no ceder ni reprimir, así como la sensación que nos produce dejar que la energía esté simplemente ahí. Por eso es tan bueno meditar cada día y seguir haciéndonos amigos de nuestros miedos y esperanzas una y otra vez. Así sembramos la semilla que nos permite estar despiertos en medio del caos de lo cotidiano. El despertar es algo gradual y  acumulativo. No nos sentamos en meditación para convertirnos en buenos meditadores, sino para estar más despiertos en nuestra vida cotidiana.

La primera cosa que ocurre en la meditación es que empezamos a tomar conciencia de lo que ocurre. Aunque sigamos huyendo y siendo indulgentes, podemos ver claramente que lo hacemos. Uno pensaría que el hecho de ver las cosas claramente las haría desaparecer, pero no es así. Por tanto, durante largo tiempo simplemente vemos las cosas con claridad. En la medida en que estamos dispuestos a ver nuestra indulgencia o nuestra represión con claridad, empiezan a perder fuerza y desgastarse, aunque desgastarse no sea lo mismo que desaparecer. En su lugar empieza a surgir una perspectiva más amplia, más generosa, más iluminada.

La forma de mantenerse en el punto medio entre la indulgencia y la represión es reconocer lo que surge sin juzgarlo, dejando que los pensamientos simplemente se disuelvan; después volvemos a la apertura del momento presente. Esto es lo que hacemos durante la meditación: surgen multitud de pensamientos, pero en lugar de suprimirlos u obsesionarnos con ellos, los reconocemos y los dejamos pasar, y a continuación volvemos a estar simplemente aquí. Como dice Sogyal Rinpoche: «Llevamos nuestra mente de vuelta a casa.» 

Después de cierto tiempo llegamos a relacionarnos meditativamente con las esperanzas y miedos de nuestra vida diaria. De repente, dejamos de luchar y nos relajamos. Dejamos de hablarnos a nosotros mismos y volvemos a la frescura del momento presente.

Y esto es algo que va evolucionando gradualmente, pacientemente, a lo largo del tiempo. ¿Cuánto dura este proceso? Yo diría que dura el resto de nuestra vida.

Básicamente seguimos abriéndonos más, aprendiendo más, conectando con las profundidades del sufrimiento y de la sabiduría humanos; llegamos a conocer estos dos elementos total y completamente, y nos hacemos más amorosos y compasivos con la gente. Y las enseñanzas siguen, siempre hay algo más que aprender. No somos como esos ancianos complacientes que han renunciado a todo y ya no tienen que responder a ningún desafío. En los momentos más sorprendentes seguimos encontrándonos con los perros feroces.

Podríamos pensar que, a medida que nos vamos abriendo harán falta cada vez mayores catástrofes para llevarnos al límite, pero lo interesante es que, a medida que nos abrimos, las grandes catástrofes nos despiertan súbitamente y las pequeñas cosas nos pillan desprevenidos. Sin embargo, sea cual sea su tamaño, color o forma, la cuestión es inclinarse hacia las incomodidades de la vida y verlas con claridad, en lugar de protegernos de ellas.

Al practicar la meditación no estamos intentando estar a la altura de ningún ideal; muy al contrario, nos quedamos con nuestra experiencia tal como es. Si experimentamos que a veces tenemos cierta amplitud de perspectiva y otras veces no, bueno, pues ésa es nuestra experiencia. Si nos ocurre que a veces podemos acercarnos

a lo que nos da miedo y otras no, ésa es nuestra experiencia. Seguimos una instrucción muy profunda: «Este mismo momento es el profesor perfecto porque siempre está con nosotros.» La enseñanza es ver, simplemente, lo que está pasando. Podemos quedarnos con lo que está pasando y no disociarnos. El despertar se encuentra en el placer y en el dolor, en la confusión y en la sabiduría, está disponible en cada momento de nuestra extraña, insondable y ordinaria vida cotidiana.


Mariela Herrero

Licenciada en Psicología (UNED, Barcelona). Instructora de meditación. Facilitadora de Barras de Access.

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