Compartimos un fragmento del libro Cómo meditar, por Pema Chödrön.
No meditamos para estar cómodos. En otras palabras, no meditamos para sentirnos bien siempre, todo el tiempo. Me estoy imaginando que te sorprenderá leer esto, ya que mucha gente se dirige a la meditación simplemente para “sentirse bien”. No obstante, te alegrará saber que el propósito de la meditación tampoco es sentirse mal. Más bien, la meditación nos ofrece la oportunidad de mantener una atención abierta y compasiva hacia todo lo que ocurre.
El espacio meditativo es como el cielo abierto: amplísimo, lo suficientemente vasto para acomodar cualquier cosa que surja. En la meditación, nuestros pensamientos y emociones se pueden convertir en una especie de nubes que se detienen y luego pasan de largo. Lo bueno, lo cómodo y lo agradable, lo difícil y lo doloroso: todo esto viene y se va. De modo que la esencia de la meditación consiste en ejercitarse en algo que es bastante radical y que, sin duda, no constituye nuestro patrón habitual, es decir, estar con nosotros mismos pase lo que pase, sin poner etiquetas de bueno o malo, correcto o incorrecto, puro o impuro.
Si la meditación consistiera sólo en sentirse bien (y yo creo que en el fondo todos esperamos que esa sea su función), con frecuencia sentiríamos que lo debemos de estar haciendo mal porque, en ocasiones, puede ser una práctica muy difícil. Una experiencia muy común en el meditador, en un día típico, o en un retiro típico, es la de aburrimiento, intranquilidad, dolor de espalda y de rodillas, incluso “dolor de mente”: demasiadas experiencias de “no sentirse bien”. No obstante, la meditación consiste en una apertura compasiva y en la habilidad de permanecer con uno mismo y con su propia situación a través de todo tipo de experiencias. En esta práctica estás abierto a todo lo que la vida te presenta. Consiste en tocar la tierra y volver a estar aquí mismo.
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