Escuchar de verdad es uno de los actos más difíciles que hay. No me refiero a oír lo que alguien dice mientras en tu cabeza ya estás preparando la respuesta, el consejo, el contraargumento o el juicio silencioso. Escuchar de verdad es dejar de lado –aunque sea por un rato– tu mapa del mundo para entrar al del otro. Y eso… cuesta. Cuesta muchísimo.
Porque tenemos la costumbre, casi automática, de mirar todo a través de nuestros propios filtros. Vemos y evaluamos a los demás desde lo que creemos que está bien o mal, desde nuestras experiencias, heridas, valores, formas de hacer las cosas. Y sin darnos cuenta, vamos etiquetando: “es muy dramática”, “no sabe poner límites”, “si yo fuera él haría otra cosa”, “qué exagerado”, “le falta actitud”.
Pero no somos el otro. No conocemos toda su historia. Y aun así, lo analizamos como si fuéramos expertos en su vida. Este hábito de interpretar constantemente desde nuestros propios juicios, además de alejarnos de la verdadera conexión, nos genera muchísimo sufrimiento. Porque cuanto más nos aferramos a tener razón, más nos cerramos. Y cuando la vida o los demás no encajan en nuestros esquemas… duele.
La práctica del mindfulness nos entrena justo ahí: en observar sin reaccionar. En darnos cuenta de cómo surgen esos pensamientos y juicios, y elegir no montarnos en ellos. Nos invita a hacer una pausa, respirar, y mirar al otro (y a nosotrxs mismxs) con más apertura y menos apego. No se trata de no tener opinión, sino de no creer que nuestra opinión es la única posible.
Cada vez que logramos reconocer que lo que pensamos es solo un punto de vista, y no la verdad absoluta, se abre una puerta. Una puerta a la escucha real, al encuentro, a la compasión. Y también a una vida más liviana. Porque no tener razón todo el tiempo… es un alivio.
0 Comentarios