Todos tenemos una especie de “tribunal interno” que se activa cuando sentimos que alguien nos lastimó. Es una sala de juicio que no descansa, donde somos juez, fiscal y jurado al mismo tiempo. Este texto de Thubten Chodron, tomado de su enseñanza Trabajando con la ira y el enojo, nos invita a observar con honestidad ese mecanismo mental tan desgastante. Nos muestra, con ejemplos claros y una cuota de humildad, cómo la necesidad de tener razón puede convertirse en una trampa para nuestra paz.
A veces, incluso cuando el mundo entero nos da la razón, el enojo persiste. ¿Por qué? Porque tener la razón no nos garantiza felicidad. Lo que sí puede llevarnos a esa calma tan buscada es aprender a soltar, a cerrar ese tribunal mental y a cuestionar nuestras rígidas “reglas del universo”.
Este fragmento es una invitación a hacer justamente eso: soltar. A mirar nuestras creencias con más humor, más compasión y menos apego. A elegir la libertad interna antes que la victoria externa. Que lo disfrutes, lo cuestiones y —ojalá— lo pongas en práctica.
Cerrar el trubunal interno
Cuando sentimos que alguien nos ha perjudicado, podemos rumiar ese asunto durante horas, días, semanas y hasta años, regresando a la situación en nuestra mente una y otra vez.
Dentro de nosotros hay un fiscal, un juez y un jurado, y todos están de acuerdo en que la otra persona está equivocada y nosotros tenemos la razón. Este tribunal interno está feliz de trabajar horas extras. Lo hace una y otra vez, persiguiendo y enjuiciando mentalmente a esa persona. Este diálogo interno solo se detiene cuando dormimos… y se reanuda a la mañana siguiente.
A veces, hasta nuestros amigos coinciden con nosotros: “¡Sí, esa persona se pasó de la raya!”. Pero a pesar de todas esas muestras de simpatía, seguimos sintiéndonos mal.
¿Por qué?
Porque tener la razón no tiene nada que ver con ser felices. Podemos tener la razón desde todos los ángulos, pero mientras estemos enojados, no habrá paz interna.
Incluso si la otra persona se disculpa, muchas veces seguimos sintiéndonos mal. Para ser felices, necesitamos renunciar a querer probar nuestro caso, a la necesidad de decir la última palabra, a la ansiedad por ser reivindicados.
“Cuando otros, por envidia,
me maltraten con abusos, calumnias y demás,
practicaré aceptando la derrota
y ofreciéndoles la victoria.”
— Ocho versos para la transformación del pensamiento
Esto no significa ceder siempre. Significa que vemos nuestra necesidad de tener la razón como un botón sensible y elegimos cerrar el tribunal interno. Mandamos a casa al juez, al jurado y al fiscal.
Renunciamos al enojo porque vemos que sólo nos daña. “Ofrecer la victoria” es dejar de obsesionarnos, retraer nuestros botones emocionales y liberarnos del bucle mental.
Saltar las “reglas del universo”
Todos tenemos “reglas del universo”, ideas preconcebidas (muchas veces inconscientes) que condicionan cómo vemos la vida. Algunos ejemplos:
- “Todo debe ocurrir como yo quiero.”
- “Todos deben quererme y apreciarme.”
- “Todos deben estar de acuerdo conmigo.”
Cuando filtramos la vida a través de estas reglas, entramos en conflicto con todo y con todos. Sentimos que no nos valoran, no nos quieren, nos rechazan. Pero eso no viene de los demás, sino de cómo nosotros los miramos.
Cuando empezamos a reconocer estas falsas reglas como botones mentales y trabajamos con ellas, el mundo se vuelve más amable. Podemos ver a los otros sin juzgar, y actuar para su beneficio sin necesidad de hostilidad.
Una experiencia personal: hace años, un grupo de personas que respetaba rompió una de mis “reglas del universo”. Interfirieron en un proyecto en el que venía trabajando con esfuerzo, y todo se canceló. Me dolió, y guardé rencor. Usé técnicas budistas para trabajar con ese enojo, y con el tiempo fue aflojando… pero cada tanto volvía.
Un día, caminando hacia mi habitación en medio de uno de esos “brotes”, me cayó esta ficha:
“Este planeta tiene seis mil millones de personas. Nadie está tan molesto por esta situación como yo. La mayoría ni la conoce, y a los que sí, no les importa tanto.”
Ver con claridad lo ridículo de mi obsesión ayudó a que el rencor empezara a aflojar.
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