Es curioso cómo, en el día a día, somos rápidos para señalar lo que no nos gusta, lo que nos molesta o lo que creemos que debería mejorar. Nos quejamos cuando un servicio no funciona bien, cuando algo no cumple nuestras expectativas o cuando sentimos que no nos están dando lo que merecemos. Pero, ¿cuántas veces nos tomamos el tiempo de reconocer lo que está bien?

Un ejemplo claro es el colegio de nuestros hijos. Como familias, muchas veces nos comunicamos solo para hacer un reclamo, pero pocas para reconocer un buen trabajo o agradecer algo que nos gustó. Lo mismo pasa en muchos otros ámbitos: en el trabajo, en los negocios, en la vida cotidiana.

La historia que comparto a continuación, extraído del libro La vaca que lloraba, de Ajahn Brahm, muestra de forma simple y real el enorme poder de un elogio sincero. Porque a veces, un pequeño gesto de gratitud puede hacer una gran diferencia.


En el primer año de nuestro monasterio, tuve que aprender a construir. La primera construcción importante fue un bloque de seis baños y seis duchas, así que tuve que aprender todo sobre plomería. Para eso, llevé los planos a una tienda de plomería, los puse en el mostrador y dije:

—¡Necesito ayuda!

Era un pedido importante, así que al hombre que estaba en el mostrador, Fred, no le importó tomarse un tiempo extra para explicarme qué se necesitaba, por qué y cómo ensamblarlo todo. Finalmente, con un poco de paciencia, sentido común y los consejos de Fred, pude terminar la instalación. Vino el inspector sanitario del municipio, hizo una prueba rigurosa y aprobó el trabajo. Yo estaba entusiasmado.

Unos días más tarde, llegó la factura de las piezas de plomería. Pedí un cheque a nuestro tesorero y lo envié junto con una carta dirigida especialmente a Fred, agradeciéndole por habernos ayudado tanto en los inicios de nuestro monasterio.

En ese momento no me di cuenta de que aquella gran empresa de plomería, con muchas sucursales en el área de Perth, tenía un departamento de contabilidad independiente. Mi carta fue abierta y leída por un oficinista de esa sección, que se sorprendió tanto al recibir una carta con elogios que se la llevó inmediatamente al director de contabilidad. Por lo general, cuando en contabilidad se recibe una carta junto con un cheque, es una carta de queja.

El jefe del departamento también se desconcertó y le hizo llegar mi carta al director general de la compañía. Este la leyó y quedó tan complacido que agarró el teléfono, llamó a Fred, que estaba en el mostrador de una de sus numerosas sucursales, y le habló sobre la carta que tenía sobre su escritorio de caoba.

—Esto es exactamente lo que buscamos en nuestra empresa, Fred. ¡Relación con el cliente! Ese es el camino.

—Sí, señor.

—Hiciste un trabajo excelente, Fred.

—Sí, señor.

—Me gustaría tener más empleados como vos.

—Sí, señor.

—¿Cuál es tu salario? ¿Tal vez lo podríamos mejorar?

—¡Sí, señor!

—¡Bien hecho, Fred!

—Muchas gracias, señor.

Casualmente, entré a la tienda de plomería una o dos horas más tarde para cambiar una pieza. Había dos fornidos plomeros australianos, con hombros tan anchos como fosas sépticas, esperando ser atendidos antes que yo. Pero Fred me vio.

—¡Brahm! —dijo con una gran sonrisa—. Pase por acá.

Me trataron como un cliente VIP. Me llevó a la parte de atrás, donde se supone que no van los clientes, para que eligiera la pieza de repuesto que necesitaba. Su compañero en el mostrador me habló de la reciente llamada telefónica del director.

Encontré la pieza que necesitaba. Era más grande y mucho más cara que la pieza que quería devolver.

—¿Cuánto debo? —pregunté—. ¿Cuánto es la diferencia?

Con una sonrisa de oreja a oreja, Fred respondió:

—Brahm, ¡para vos no hay diferencia!

Así que el elogio también puede traer buenos resultados financieros.


Mariela Herrero

Licenciada en Psicología (UNED, Barcelona). Instructora de mindfulness. Coach ontológico en formación.

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