En el camino del mindfulness, muchas veces nos cruzamos con ideas que no sólo iluminan, sino que también sacuden. Esta historia zen, seguida de una reflexión sobre nuestros “botones emocionales”, nos invita a mirar hacia adentro con honestidad brutal. ¿Qué nos enoja de verdad? ¿Qué nos duele tanto como para reaccionar sin pensar? Este texto es una invitación a dejar de culpar al mundo por nuestros estallidos, y empezar a preguntarnos qué parte de esa bomba llevamos instalada.
El maestro zen Hakuin fue reconocido y alabado por vivir una vida pura. Los aldeanos del lugar le honraban con comida y ofrendas. Un día, los padres de una hermosa joven se enteraron de que se había embarazado. Ella se negó a revelar quién era el padre del bebé. Después de presionarla mucho, dijo que era Hakuin.
Cuando los padres se dirigieron a Hakuin para acusarle, todo lo que él les dijo fue: “¿Es así?” Los padres le dijeron: “Si no lo niegas, es que es verdad”. Hakuin respondió: “¿Es así?”
En poco tiempo, Hakuin perdió su reputación. Cuando el bebé nació se lo entregaron para que lo cuidara. Para poder subsistir y que el bebé saliera adelante, Hakuin trabajó limpiando arrozales. Cuando pasó un año, la joven no pudo soportarlo más y confesó el nombre del verdadero padre. Los padres salieron presurosos a buscar a Hakuin para rogarle que los perdonara, diciéndole: “Ahora sabemos que no eres el padre”. Hakuin respondió: “¿Es así?”
Imaginá que ves a una persona parada en la carretera que, con mucho esfuerzo, intenta cambiar el neumático de su auto; le preguntás: “¿Necesitás ayuda?”. La persona te mira con el neumático en las manos y suelta algo como: “¡Ocúpate de tus asuntos, ¿quieres?!”
¿Qué ocurrió? Presionaste uno de sus botones. Entraste en el drama personal que se desarrollaba en la mente de esa persona. Tal vez su padre siempre le decía que era un inútil y un bueno para nada que no sabía valerse por sí mismo. Esa dolorosa experiencia pasada hizo que el ofrecimiento de ayuda fuera interpretado como un insulto.
Todos estamos familiarizados con la frase “apretar los botones”, en el sentido de decir o hacer algo que enseguida provoca e irrita a otros. Y todos también tenemos nuestros propios botones. Esta expresión implica una respuesta automática, desprovista de cualquier análisis mental, lista para estallar en el momento en que no se cumple lo que se espera. Si aprietan alguno de nuestros botones, respondemos de forma mecánica, como robots. Un genio de la informática lo describiría como “tener programada una macro”. Nuestros botones están programados para activarse en determinados momentos, lugares y condiciones, generando respuestas teñidas de enojo y, casi seguro, dañinas.
“A todos nosotros nos aprietan nuestros botones —áreas en donde somos más sensibles—”, escribe Thubten Chödron en Working with Anger. “Cuando los ponen al descubierto, nos salimos de nuestras casillas y culpamos a la otra persona por nuestro enojo. Pero la ira que sentimos es un proceso que ha surgido de manera dependiente. Nosotros contribuimos poniendo los botones y la otra persona lo único que hace es ponerlos en evidencia. Si no pusiéramos esos botones o puntos débiles a su alcance, no podría apretarlos”.
El concepto de “apretar un botón” también implica que alguien puede hacerlo a propósito. Una persona que nos conoce bien, o que es lo suficientemente perspicaz como para intuir nuestras debilidades, puede manipularnos con un comentario preciso o una acción específica, sabiendo que eso provocará nuestra furia o incomodidad. Eso nos hace vulnerables y le da a otros el poder de hacernos infelices.
Podemos creer que esa situación escapa de nuestro control, pero desde el punto de vista budista, nosotros somos responsables de los botones que nos hacen reaccionar. “Mientras tengamos estos botones, alguien puede apretarlos”, afirma Venerable Chödron. “Especialmente porque emiten una luz roja, son enormes a simple vista y brillan demasiado… Aunque la mayoría de las veces las personas no tienen la intención de lastimarnos, como nuestros botones son tan evidentes y sensibles terminan por encontrarlos”.
John Daido Loori, el fallecido abad del monasterio zen Mountain en Nueva York, escribió:
“Una de las cosas que comprendés cuando percibís la naturaleza de tu propia identidad es que lo que hacés y lo que te ocurre vienen a ser lo mismo”.
Cuando comprendés que tu existencia no está separada de todo lo demás, te hacés consciente de tu responsabilidad: sos responsable de todo lo que experimentás. No podés seguir diciendo: “Éste o aquél me hizo enojar”. ¿Cómo puede alguien hacer que sientas enojo? Vos mismo generás ese enojo.
Aunque ciertas cosas —como la mentira, el engaño o la transgresión de otro precepto ético— pueden ser razones legítimas para sentirse ofendido, acá estamos hablando de reacciones irracionales o desproporcionadas, cuyas raíces están en el aferramiento a nuestros prejuicios e historia personal. O, en un sentido budista, a nuestros apegos. Podemos estar apegados a la creencia de que existimos de manera independiente, igual que pensaba el hombre que cambiaba el neumático. O tal vez, si nos enojamos cada vez que nos critican, es porque sentimos apego a recibir todo el tiempo aprobación.
La historia con que inicia este texto ilustra lo que puede ser una vida sin botones. Como suele pasar en las parábolas zen, se muestra una situación extrema para comunicar un mensaje poderoso. La primera lección es que Hakuin no estaba apegado a su reputación y, por lo tanto, no le importaba lo que otros pensaran de él. No había un botón que apretar. Que cambiaran su opinión no afectó su autoestima. Estaba dispuesto a aceptar lo que la vida le trajera. Incluso disfrutaría del hecho de ser padre, ¿por qué no?
La segunda lección: lo que los demás piensan de uno es irrelevante si estamos seguros de lo que somos. A Hakuin no lo impactó ni la disculpa ni la acusación falsa. Muchas personas que leen esta parábola por primera vez se desconciertan porque Hakuin no se defendió. No pueden concebir que alguien no reaccione a una falsa acusación. Esa confusión revela nuestra interpretación habitual del orgullo y el honor, y cuán inseguros nos sentimos respecto a ellos.
Apretar los botones de los demás
Cuando somos conscientes de nuestros botones, también lo somos de que otras personas tienen debilidades que las hacen reaccionar sin pensar. A veces creemos que dijimos algo inocente, pero provoca una reacción fuerte. Enseguida pensamos: “Ups, toqué una fibra sensible”. Pero otras veces, no somos tan inocentes. Sabemos que un comentario es punzante y lo decimos igual, como forma de expresar lo que nos molesta. Incluso hay veces que apretamos botones de manera totalmente deliberada.
Hacernos conscientes de los botones ajenos y abstenernos de apretarlos es una forma concreta de practicar la compasión. Si nos hacemos cargo de nuestros botones y los desactivamos, vamos a estar contribuyendo a algo urgente y necesario: disminuir el enojo que hay en el mundo.
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