¿Cuántas veces sentiste que algo te faltaba… y más tarde te diste cuenta de que, en realidad, estabas bien? Que habías sido feliz, pero no te diste cuenta. Porque estabas distraído, corriendo detrás de una versión más grande, más evidente, más idealizada del bienestar.
Este poema de Luis Pescetti me atraviesa cada vez que lo leo o lo escucho. Y me conecta con lo esencial de la práctica del mindfulness.
La mente va rápido. Se enfoca en lo que falta, en lo que “debería ser”, en lo que aún no logramos. Pero si nos detenemos y miramos con atención, muchas veces descubrimos que la felicidad ya estaba —modesta, invisible, silenciosa— en las cosas más mínimas. En lo cotidiano. En ese mate con alguien querido, en el sol de mediodía, en lavar el piso mientras escuchás música. No es épica. Es real.
Este poema también nos invita a revisar nuestras narrativas internas: ¿qué historia me estoy contando que me impide ver lo que ya tengo? ¿Desde dónde estoy mirando mi vida?
Este poema es una invitación a parar y respirar. Y a sospechar que tal vez —solo tal vez— tengo lo que necesito para estar bien ahora mismo… pero no lo veo.
La felicidad no es evidente,
es tan invisible, no alcanza.
Fui feliz, pero distraído.
Así como respiramos sin pensar
que nos mantiene vivos,
la felicidad tiene esa cualidad del aire
que hace que la distancia sea una lente de aumento;
algo no se ve, pero si se vuelve inalcanzable
te encandila.
Sin embargo, ¿era lo mismo
cuando lo teníamos?
¿Representaba lo que ahora añoramos?,
o se hizo el espejismo al no alcanzarlo.
La distancia que da la observación,
crea cualidades del aire,
como cuando vemos la Luna enorme, roja.
El presente está lleno de trucos de los sentidos,
y aunque sabemos que la Tierra es la que gira,
seguimos diciendo que se esconde el sol.
Pensemos en nuestra felicidad
como si dejara de respirar y,
en la bocanada que regresa, sonriamos.
Notarán que está hecha con hebras delicadas:
se llaman: pan, carta, silencio de la casa,
luz del mediodía, abrazo de los chicos,
incluso: trámite, lavar el piso,
bajar el capot del auto.
Ocuparemos todas las letras del diccionario,
verán que las que menos usamos son las de: felicidad,
casi nunca la adornamos con esas letras.
Quizás digamos: alcánzame el azúcar,
hay que comprar otro cuaderno;
pero estaremos diciendo: soy feliz,
sin darnos cuenta.
Yo me fui de un país, y luego de otro, de un amor, y luego de otro;
hay quienes dejan una familia, una casa,
las montañas,
para luego, desde la otra orilla, notar
que eran felices,
sólo que, quién lo diría, no alcanzaba para darse cuenta.
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